lunes, 3 de enero de 2011

John Roberts - Glass Eights (2010)


En los primeros segundos de “Dedicated” oímos la lluvia cayendo en la calle, las gotas crujiendo contra el cristal. Aunque pueda parecer una gilipollez, el recurso es fundamental para determinar el calado de un disco que no entiende de mañanas luminosas o euforia bananera. Los claps y los bombos huelen a mustio, es deep house otoñal cuyo zénit llega entre sintetizadores que suenan como un órgano fantasmagórico. Cuando el beat cae y termina la canción, vuelve la lluvia. Se trata de una de las piezas más emocionantes del disco: te abrasa el espíritu, te hace bailar con la mirada vidriosa pegada a la ventana. Es música electrónica mayúscula, porque John Roberts pellizca la fibra sin olvidarse de navegar con viento a favor en el dancefloor. Lo que pocos proveyeron en los maxis que el estadounidense afincado en Berlín tiene repartidos entre Feel Music, Dial y su subsello Laid será ahora consenso: tienes que estar sordo o padecer serios problemas cognitivos para no concluir que “Glass Eights” es uno de los mejores discos de música de baile de 2010.

“Porcelain”, por ejemplo, es una pieza de porcelana china perteneciente a la Dinastía Min(g)imal: el órgano siniestro de Roberts se sitúa al fondo de la producción y es surcado por otra ventolera percusiva en homenaje a Chicago, amén de una melodía de sintetizador que te recorre el cerebro de oído a oído, como si te hubiera atravesado la cabeza con una varita mágica. No salgo de mi asombro ante tanta artesanía. El disco fluye, flota en el techo de tu habitación como vapor de agua, te aparta del mundo con una facilidad pasmosa. Le sigue otro momento de ovación con “August”, título veraniego para una canción invernal. La forma que tiene que reinventar el deep house fabricado en la Ciudad del Viento es arrebatadora: busca ecos de nostalgia, recurre a sonidos hipnóticos que parecen sacados de un gramófono, no renuncia al latido clásico del bombo y platillo: es una lección de principio a fin.

Si algo nos deja claro “Glass Eights” es que todavía quedan cosas por decir en materia de deep house; el problema es que muy pocos saben cómo decirlo. John Roberts conoce perfectamente las frecuencias de onda y la alquimia de la música de baile imperecedera, la que alimenta los pies y la cabeza. La pista se le queda pequeña a un álbum que exuda belleza en sus detalles: el permanente crepitar del vinilo, los sintetizadores oscuros, la afectación perfectamente mesurada, los breaks reptantes, la inclusión de instrumentación real, el aroma del moho. El preciosismo es aquí virtud; la nostalgia, droga. John Roberts manipula poquísimos elementos, pero les saca todo el partido. Los pianos góticos de “Lesser”, los graves burbujeantes en “Navy Blue” –emo-bounce, podríamos llamarlo–, las reverberaciones instrumentales de fondo en “Ever Or Not”, los tempos funerarios de “Pruned”, el chelo de “Glass Eights” –5 minutos de éxtasis deep para cerrar el disco entre aplausos–. Aquí no hay tregua, no hay un solo corte que sobre. Ni siquiera el larguísimo solo de piano de “Went”, al más puro estilo Michael Nyman, suena a boutade. A pesar de su corto recorrido y aparente poca experiencia, John Roberts ha firmado una obra apasionante, un disco que eleva el deep house y el legado de Chicago hasta el vacío espacial y lo deja en estado de coma allí arriba, a la eterna deriva en la negrura cósmica. Una descarga de electricidad me recorre el espinazo, juraría que el frío ha llegado antes de lo previsto.

Óscar Broc





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